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El Domingo Digital

Dales Señor el descanso eterno. Conmemoración de todos los fieles difuntos (Juan 11, 17-27)

Dales Señor el descanso eterno. Conmemoración de todos los fieles difuntos (Juan 11, 17-27)

Chile San Pablo |

Enrique Balzán Caruana, Obispo Auxiliar de La Serena

En el sábado 1 de noviembre, se suele ver nuestros cementerios llenos de gente. Es un día feriado y es costumbre visitarlos, para rezar por seres queridos difuntos. Numerosas son las muestras de cariño hacia ellos; poner flores y velas sobre las tumbas, limpiar el lugar o pintar y también quedarse allí hasta tarde para que toda la familia alcance a juntarse. En numerosos Camposantos se celebra la santa Misa como ofrecimiento a Dios por el eterno descanso de los fieles difuntos. 

Dado que, en el calendario litúrgico, el 1 de noviembre está dedicado a Todos los Santos: nuestros hermanos y hermanas que vivieron el Evangelio de Jesús en su vida y así ya están gozando con el Señor, lo que nosotros llamamos el Paraíso -la Iglesia triunfante, la comunidad de los hermanos que ya llegó a la meta- el día 2 de noviembre, o sea hoy, está dedicado a todos los hermanos que ya partieron, pero todavía les falta purificarse para estar con el Señor.  Esta es la Iglesia penitente y que llamamos el Purgatorio. Nosotros, aquí en la tierra, somos la Iglesia peregrina y dedicamos este día para ayudar a nuestros hermanos penitentes, con la oración de intercesión.  Que sea corto el tiempo de su purificación y puedan gozar a Dios para siempre.  Sobre estos temas, nuestro discurso queda corto y la explicación siempre será a través de imágenes. De todas maneras, en estos dos días, el 1 y el 2 de noviembre, celebramos las tres realidades de la Iglesia: triunfante, penitente y peregrina. 

 Un tema común de estos dos días es la muerte, puerta para la vida eterna.  La muerte que, a pesar de todos los avances médicos y científicos, aún no encontramos una solución para evitarla. Y no la evitaremos nunca: todos tenemos que morir.  El Evangelio de hoy nos presenta a Jesús en la circunstancia de la muerte de su amigo Lázaro.  Este hombre tenía dos hermanos, Marta y María.  Jesús era amigo de ellos (cfr. Jn 11, 5). Es un relato largo, todo el capítulo 11 de Juan, del cual hoy leemos una parte. Jesús llega tarde para ver a su amigo Lázaro que estaba enfermo (cfr. Jn 11, 6). Cuando llega Jesús, Lázaro llevaba cuatro días sepultado. Jesús llora frente a la tumba de Lázaro, igual como nosotros frente a la tumba de nuestros seres queridos. Sin embargo, la historia no termina allí. Jesús le devuelve la vida a Lázaro y él que estaba muerto, maloliente, sale vivo de la tumba.  Es un signo poderoso que Jesús es el Dios de la vida. Él tiene la última palabra sobre el ser humano y no la muerte.  Este signo es aún más grande con la Resurrección del Señor Jesús, que muere en la cruz, pero al tercer día resucita para no morir nunca más. Él es la vida misma, Él es la garantía de la vida eterna, nuestro destino final.  Le dice a Marta: “Yo soy la resurrección y la vida.  Quien cree en mí, aunque muera, vivirá; y quien vive y cree en mí no morirá para siempre” (vv 25-26). 

En otra parte del Evangelio de Juan (cfr. 14, 1-6) durante la Última Cena, Jesús dice a sus apóstoles que les iba a dejar e ir donde el Padre y prepararles un lugar, para que donde estuviera Él, estuvieran también ellos. Pues nosotros nos identificamos con ellos. Los Doce eran en realidad la primera Iglesia. La promesa de Jesús a los Apóstoles, la hace también a nosotros. Cuando hoy recordamos a todos los fieles difuntos, no lo hacemos solo para llorar su partida. Lo hacemos en unión con ellos que viven para siempre. Nuestra oración que ofrecemos por los difuntos es un acto de fe en la vida eterna con nuestro Señor. Es un acto de fe en las palabras de Jesús.  Es un acto de fe en el destino que Él mismo trazó para todos nosotros. ¡Él nos espera!   

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